Es jueves por la noche.
Apenas una decena de personas se concentran en la Sala Rocksound para
presenciar un aparentemente interesante doble cartel de rock nacional. No hace
especial frío. La poca competencia que había ha caído por diversos motivos pero
la sala presenta un ambiente desolador. Y no era la primera vez. Pero a pesar
de ello, Sandro y Antonio, capos del garito siguen allí, al pie del cañón,
haciendo algo en lo que creen. Aunque conservar la fe sea cada vez más difícil.
Porque Barcelona ya ha votado. Ha decidido sin referéndums que deban discutirse
en torno a su legalidad. Lo ha dejado claro. Rock no. No hace falta una segunda
pregunta. Al menos lo que algunos entendemos como rock. Postureo, photocalls,
presencia en prensa, y tantos otros etcéteras que provocarían el suicidio
reiterado de Kurt Cobain sí. Pero sudor, guitarras hirientes, acústicas con
olor a desierto y tantas otras metáforas como seamos capaces de enumerar, no.
Barcelona se desmiembra en su variedad. Mal endémico. Los “del blues” sólo van al blues, lógico, a “su blues”, menos lógico. Terreno en el que no entran Bob Wayne o
NMA, por ejemplo. Los “del rockabilly”
o “los del country”, ídem. Ahí no les
hablen de Girls Guns & Glory o Drew Landry (¿quién?). Ni siquiera “los del Indie” son capaces de mover el culo para ver a los patrios
Reno o a Ha Ha Tonka mientras otros conciertos del estilo, aunque más “in”, por supuesto, llenan salas diez
veces más grande. Y así podríamos seguir. Hasta la saciedad. Porque todos esos
nombres y otros como los de Tim Easton, Slam & Howie, Vegabonds, Dixie
Town, Whybirds, Rhino Bucket o US Rails han pasado por la pequeña sala del
Poble Nou con más pena que gloria. En una ciudad que se jacta de tener casi dos
millones de habitantes, pero con los de
siempre entre el público. Porque tiene el Rocksound mucho de Cheers, la mítica serie norteamericana,
cargado de sospechosos habituales únicos, diferentes y que conforman una fauna
especial. Tarados, supervivientes, borrachos, descolocados, talibanes, músicos
frustrados o periodistas del montón. Todos dotados de su especial encanto.
Aunque eso no evitará que la cosa se acabe. Las grietas que todos hacemos en su
maltrecho casco acabarán de hundir el barco. Y aunque sus capitanes harán lo que
les corresponde, dejando salir a mujeres y niños primero, caerán con él,
mientras el sonido se apaga. De poco consuelo les servirá haber caído con el
honor y la satisfacción del que hace algo en lo que cree. Y de mucho menos les
servirá aún los cientos de moscones que aparecerán a su alrededor asegurándoles,
a toro pasado, que era “la mejor sala de
conciertos de la ciudad” o “que yo
estuve en tal o cual bolo”. De hecho no les extrañe que si lo hacen acaben
mandándoles a la mierda. ¿Qué quieren que les diga? Nos lo habremos ganado.
Publicado en Ruta 66 02/2014
Sonando: The Collector de Daniel Romano