Conocí a Ana Maria Moix hace 23 años,
aproximadamente. Yo estudiaba en el Instituto Maragall de Barcelona donde había
conocido a Martí y Borja, los hijos de Rosa, su eterna compañera, y que a día de hoy siguen siendo buenos
amigos míos. Con ellos practicábamos nuestro deporte favorito: la música.
Montábamos y desmontábamos grupos. Soñábamos con subir a escenarios que en
ocasiones nos prestaban valientes organizadores de eventos para dejar fluir
nuestra pasión. Los ensayos eran en casa de Rosa y Ana, en la calle Enric
Granados. Allí fue donde la conocí y creo que nos caímos bien desde el
principio. A Ana le hacía gracia mi aspecto y actitud chulesca (y algo fantasma
¡para qué engañarnos!) que contrastaba con el resto el grupo de amigos. En aquel
gran comedor se escribieron algunas de mis primeras canciones y se ensayaron,
por decirlo de alguna manera. Eran tiempos distintos. Para podernos llevar
nuestros ensayos a casa a efectos de mejorar (sic) los grabábamos en un casette
“al aire”. Pato, el perro de Ana, siempre andaba por allí y siempre lograba
aparecer en aquellas grabaciones con sus ladridos. Ana sonreía y nos decía “es
que sois muy malos, por eso Pato ladra”. Y nosotros nos enfurruñábamos con
ella. Eso sí, no faltaba a ninguno de nuestros conciertos. Sobre todo a los
muchos que dimos en el Pub Mediterráneo, hoy convertido simplemente en El Medi.
Además, como sabía que cobrábamos un porcentaje de la caja, la recuerdo
pidiendo las copas más caras. Así era Ana.
Podría recordarla también leyendo su pila de
periódicos cada día. Fumando sentada en la pequeña galería que en su casa daba
a uno de esos patios interiores del Eixample. O también regalándome libros. Ana
recibía muchos, y guardaba algunos de ellos para los amigos de “los niños”,
como ella y Rosa llamaban a mi par de amigos. Nos tenía calados y a mí me
reservaba los eróticos de La sonrisa vertical ¡cómo me conocía! También puedo
decir, ahora que he publicado varios libros, que ella fue la primera persona
que me incitó a escribir. Un día me preguntó por aquellas letras que yo hacía
para el grupo y me dijo “pásame una libreta con tus letras, que seguro que
están bien. Parecen poesías”. Pero nunca lo hice. Por vergüenza, quizá, pero el
caso es que no cumplí con aquello. Y ahora ya no podré hacerlo. Y tampoco podré
pedirle que me devuelva aquel libro de letras de Tom Waits que le dejé hace
veinte años para que le ayudara en la antología poética que estaba preparando
en la que incluyó entre otros al de Pomona o a Jim Morrison. Porque Ana también
amaba el rock y entendía las canciones como obras literarias. Quizá sea hora de
confesar que nunca iba a pedírselo. Me enorgullecía pensar que ella tenía un
libro que yo le había dejado entre su colección.
Probablemente hace tres o cuatro años que no veía
a Ana. La última vez fue en una entrega de los premios Terenci Moix pero, al
vernos, me trató como siempre. Porque ella era así. Y yo me enorgullecía de que
durante una etapa de mi vida hubiera formado parte de ella aunque, por
circunstancias a veces poco explicables, ya no estuviera tan presente.
Y el sábado me levanté, miré Facebook y leí que ya
no estaba. Que se había ido. Para siempre a pasear a Pato. Pensé en Martí, en
Borja y en Rosa. Y egoístamente también en mí. Estaba con mis niños mientras
Rakel dormía y cuando se levantó, con un nudo en la garganta le dije “ha muerto
Ana, Rakel”. Ella me contestó que lo había leído en twitter a las cuatro de la
mañana, mientras daba el biberón a Jon pero que no había querido despertarme para
darme tan mala noticia. Ahí se oscureció mi fin de semana. Porque no sé por
qué, si apenas nos veíamos, pero la echaré de menos. Y bajando desde el
tanatorio, el domingo, me dediqué a pasear y pensar en las muchas anécdotas que
recordaba de ella. Era mi último homenaje.
Hace un par de meses, Ruta 66 publicaba la única
reseña que he hecho nunca a un libro de Ana. La acababa diciendo que por suerte
la tenemos a ella para explicarnos las historias tan bien. El viernes pasado se
nos acabó esa suerte. Habrá que conformarse el haberla tenido entre nosotros y
haberla disfrutado como amiga. No queda otra. Adiós Pata.
Sonando:
The dead is not the end de Bob Dylan
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