Escena
cotidiana. Domingo por la tarde. Rakel anda haciendo cosas por casa, yo friego
los platos acumulados mientras los Strypes suenan en la cadena. Ese vinilo es
impresionante. June juega en el comedor. Sin darme cuenta el disco llega al
final de su cara A con los últimos acordes de «Angel Eyes». Decido acabar de
enjuagar los últimos vasos y cambiar de cara cuando de golpe se oye un ruido
que no puedo reproducir pero que todos los amantes del vinilo podrán imaginar.
June ha decidido ser ella la que pusiera más música. Quería seguir bailando y
en su intento ha arrastrado la aguja por el vinilo para volver a ponerla en
principio. Rakel y yo gritamos al unísono “¡JUNEEEEE!”. Ella nos mira y al
instante me doy cuenta de lo que he hecho. Yo que intento educarla en el amor a
la música, en la pasión por los discos. Buscando despertar continuamente sus
inquietudes. Su interés. Y cuando lo consigo, cuando ella me muestra lo que le
gusta la música, le pego un berrido a mi trozo de cielo. June me mira con cara
de miedo. No dice nada y apenas 15 segundos después se lanza a llorar
desesperada. Yo intento consolarla, le digo que no pasa nada, que si se ha
estropeado el disco ya compraremos otro, pero ella no tiene consuelo. Se ha
asustado y me hace sentir el tío más idiota del mundo. Mientras la abrazo sólo
puedo pensar “serás gilipollas, Edu”.
Sonando:
Angel Eyes de The Strypes
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